31 de mayo de 2014

Hoy

Las personas tendemos a evolucionar. O al menos algunas. Soy de las que piensa que todos merecemos una segunda oportunidad. O una tercera. O incluso una cuarta. Por qué no. Creo en la bondad del ser humano. Creo en esa pequeña faceta interior que nos lleva a todos a querer ser mejores día a día. A querer conseguir lo que nos hace felices. A luchar por aquello que siempre anhelamos. No sé. Resulta curioso. Observar cómo los animales protegen a sus crías hasta que crecen y después las dejan ir para que vayan aprendiendo a manejarse solas ante el bullicio. Y ellas, en la soledad del gentío, van sorteando cada golpe y sobreviviendo lo mejor que pueden. A base de mordiscos, de arañazos y de algún que otro lengüetazo. Los animales, algunos dicen que son irracionales, y eso es precisamente lo que les diferencia de nosotros. Pero ambos tenemos ese instinto de supervivencia. Ambos luchamos codo a codo por mantenernos a flote en este caos que es el mundo. Ambos convivimos juntos y compartimos añoranzas y miedos. La nostalgia surge siempre en el momento más inoportuno, ¿verdad? es de ese tipo de emociones que logran transportarnos a aquellos lugares donde no querríamos estar, o sí, pero no ahora. Consigue hacerte llorar cuando quieres reír y que todas las canciones hablen de las cosas que no tienes a tu alcance. O que tal vez sí tienes, pero no valoras. Soy de esa forma de pensar de que no necesito perder algo para valorarlo. Me gusta decir te quiero al menos una vez al día, porque así sé que a la otra persona no se le olvidará nunca que es así. Prefiero no dejarlo para mañana. Porque la quiero hoy, y mañana también, sí, pero y ¿hoy? ¿Por qué se nos olvida siempre? Tendemos a dar por supuesto las cosas, y la vida es demasiado efímera. Tarde o temprano se esfuma, y ese instante no sabes cuando llegará. Es mejor aprovechar cada segundo. Decir a cada persona lo mucho que significa en tu vida ahora y no dar por hecho que lo sabe simplemente porque reísteis ayer o porque os veréis mañana. Hace algún tiempo que supe que la gente no siempre vuelve, y no siempre tienes todo el tiempo que te gustaría para decirle todo lo que deseas. Todo lo que te ha enseñado o todo lo que en su día no te gustó de sus actos. Es por esto que lo más sensato es bailar al son de la música que está sonando ahora en lugar de intuir las melodías del porvenir. Saborear los placeres que nos presentan los días y exprimir cada microsegundo. Vive hoy. Mañana todavía no ha llegado.

30 de mayo de 2014

Lluvia, y algo más

Llueve. Mientras voy caminando las gotas se sumergen entre esos huecos que quedan vacíos entre mis cabellos. Se cuelan hasta lo más profundo y encharcan mi cerebro. Evitan que me concentre en cada palmo de ese mapa de tu cuerpo. Corro rápido para impedir que turben más ese sueño consciente. La gente me impide el paso entre paraguas y prisa. Los coches destellan con sus luces encendidas y las aceras resuenan entre chapoteos de niños que se mojan los pies en cada charco. Las odiseas de los días de lluvia. El tumulto. El ruido. El olor a tierra mojada. Transportarme a mi hogar. A aquella casa de campo donde tantas veces corría detrás de las bicicletas. Donde jugaba a fútbol o a tenis. Donde me bañaba vigilada por la luna en noches estrelladas. Donde la inocencia convivía conmigo cada viernes por la tarde, cada lunes por la mañana. Donde el agua sabía dulce y la viña cubría toda nuestra vista. Donde la eternidad nos esperaba. Donde espero volver algún día. La lumbre de un cigarro templa mi cuerpo tiritante mientras voy visionando el trabajo bien hecho. Los logros que voy consiguiendo porque me lo estoy ganando. Es la primera vez que puedo quedarme un rato mirándome a mí misma sin sentir rabia, ni asco, ni sentimientos contradictorios. Hoy siento satisfacción. Porque lo estoy haciendo. Estoy encauzando mi vida. Con ayuda, sí. Pero también con mi sudor, mis lágrimas y mi sensatez. Y porque tengo el coraje para enfrentarme a lo que se me ponga por delante. Y es la primera vez que me escribo algo a mí misma. Pero me siento orgullosa de ti, Verónica. Porque estás siendo fuerte, y valiente. Estás luchando contra ti diariamente. Contra esa cabecita loca que tantas veces te viene a confundir. Contra tus dilemas. Contra tus fobias y tus filias. Contra ese pequeño fracaso que ocultas ante sonrisas que muestras a todo el que se presente ante ti. Estás sabiendo capear el dolor. Estás sabiendo asustar al miedo de cuando en cuando. Estás sabiendo secarte las lágrimas cuando toca y llorarlas cuando es preciso. Estás teniendo el valor de decir que temes algo. Estás aprendiendo a valorar lo que antes no querías ver. Estás descubriendo que, debajo de ti, estás tú. Y por eso estoy orgullosa de ti.

27 de mayo de 2014

Sentir sintiendo

Voy bajando escaleras. Subiendo peldaños y bajándolos. Llego al rellano y enciendo el primer cigarro al aire libre. El sol no termina de salir. Escucho al tumulto que avanza, que parte con prisa hacia ninguna parte. Y yo he dejado de creer en el destino. Será porque no sé muy bien hacia dónde voy ahora. Será porque tu mirada no sé si mira en la misma dirección que la mía y eso me aturde. Será porque nuestra veleta señala un rumbo distinto para cada una de nosotras. O tal vez no, pero aún no lo sabes. O quizás ni siquiera compartamos ya una veleta. Puede que tú tengas una y yo otra. Puede que mi destino esté allí, y el tuyo aquí. O el mío aquí y el tuyo allí. Tú, yo, él, nosotros, vosotros, ellos. Malditos pronombres personales. Recuerdo que cuando estudiaba gramática siempre formulaba frases con "vosotros", que nunca me gustó el "nosotros". Tiene gracia, ¿no? La vida gira tan deprisa algunas veces que llega a asustarme. Y lo peor es que el tiempo pasa. Que la incertidumbre nos arrastra y yo me muero por estar contigo. Cada vez más. Y solo puedo pensar en formular oraciones llenas de "vosotros" y nunca con "nosotros". Y ya no sé si es porque tengo tendencia a ese pronombre o porque tu destino ya está escrito y el mío por escribir. Añoro el aroma de tu pelo. Y tus besos a media mañana después de un café con leche bien caliente. Y el tacto de tus manos entre las mías. Añoro tu risa sincera. Añoro el brillo de mis ojos y el brillo de los tuyos. Añoro hablarte de todo y que me hables. Añoro mirarte sin decirte nada. Añoro tus labios, tus abrazos y tu sonrisa. Añoro todo de ti. Esos trozos de vida que tanto me gusta compartir contigo. Añoro que me busques sabiendo que vas a encontrarme. Añoro que me escribas. Te añoro. Y lo peor es que sigo queriendo esa rutina que a veces aplasta nuestros sueños. Sigo pensando que puede que compense la realidad a ese porvenir tan borroso, tan difuso. Sigo buscándote y luchando aunque sepa que la batalla la perdí antes de que comenzase.

23 de mayo de 2014

Te vi

Desde hace tiempo, supongo que desde la adolescencia, soñé con encontrar a alguien que se acercase y me gritase "he aparecido en tu vida para hacerte feliz". Sí. Esa persona con la que compartir cada pequeño detalle, por insignificante que sea. Regalarle flores así, sin venir a cuento, simplemente por hacerla sonreír. Acurrucarnos en el sofá mientras vemos "El Diario de Noah" o "Un paseo para recordar". Tumbarnos en cualquier césped y adivinar las formas de las nubes. Pasear por cualquier lugar y besarnos en cada rincón de la ciudad. Acariciar a cualquier mascota ajena mientras sus dueños nos miran raro. Tomar café entre juegos y risas. Charlar y fumar cigarrillos a medias mientras yo escribo y ella lee. Trivialidades y rutina que hacen que un día más bien corriente se convierta en algo especial simplemente porque estás a su lado. Enamorarte un poco más cada vez que la miras a lo ojos y sabes que se muere por ti casi tanto como tú por ella. Escuchar lo que no te dice. hablar a través de las manos. De las miradas. De los besos en el cuello. O en los labios. O en la mejilla. O en la frente. O en la nariz. O cerquita de la oreja. Una caricia de esas que provocan escalofríos y te hacen cerrar los ojos y viajar a un mundo solo con ella. Volar cuando estáis a solas. Una persona que sea tu cómplice. Tu amiga. Capaz de entenderte. De enfadarte. De reconciliarte contigo misma. De mirarse contigo. De reencontrarse contigo. Una prolongación de ti fuera de ti. Y no buscaba a nadie con esas características. Porque resulta complejo encontrar una persona con la cual tengas una conexión tan cósmica. Tan instantánea. Alguien que te quite esa coraza y descubra tu corazón. Que llegue a lo profundo de tu ser y logre arrebatar el miedo. Que de luz a todas las sombras que dejaron aquellos que te hicieron daño. Esa persona que consiga despertar en ti las ganas de gritarle al mundo que deseas vivir de nuevo. Y entonces te vi.

22 de mayo de 2014

La profundidad de las miradas

Sus labios estaban secos. Sus mejillas humedecidas y sus ojos empapados. Todavía conservaba en su retina aquella instantánea. La última quizás. O tal vez no. El tiempo lo diría. Lo mejor a veces es dejar que el aire oxigene y ventile los espacios comunes. Las cafeterías en las que siempre huele a café con leche descafeinado de máquina. El patio donde el humo a Marlboro Gold 100 sigue flotando. Las calles donde aún resuenan sus pasos y siguen sus ojos clavados en las aceras. No ha dejado de llegar el aroma de su perfume cada lunes por la tarde. Ni el eco de su risa. Ni sus frases hechas. Ni el vaivén de su pelo. Ni sus manos finas. Ni sus orejas perfectas y suaves. Ni su pelo suelto y rizado. O liso. O despeinado. Qué más da. Sigue siendo precioso. Siguió lamiendo sus labios y aún sabían a la miel de ella. Un escalofrío la recorrió. Y las lágrimas afloraron. Supo entonces que sería difícil. Su ropa aún olía a ella. Y sus huellas dactilares formaban un mapa en su cuerpo. Y las canciones recordaban todos los momentos compartidos. Y cada palabra llevaba una letra de su nombre. Y cada rincón había sido suyo. De las dos. Y en cada gesto la buscaba y sabía que no la iba a encontrar. Y se desesperaba de tanto esperarla sin esperarla. Y quería correr, salir a la calle y lanzarse hacia ella de nuevo. Pero no estaba ya. Se había ido. Y las farolas de la calle ya no daban tanta luz. Y los coches seguían su camino. Y todo seguía, como cada elemento, en su lugar. Una allí, otra aquí. Todo en un sinsentido. Queriéndose diciéndoselo y sin decir nada. Porque a veces, la profundidad de las miradas es capaz de escuchar. Es capaz de hablar. De sentir. De captar. Y entre ellas había algo más que miradas. Algo más que un simple juego de niños. Era un roce de meñiques y sus pieles se erizaban. Era sonreír y todo se detenía. La química instantánea importaba más. Por eso a veces, sólo a veces, da igual qué circunstancias sucedan alrededor, vale más reconocerse en los ojos del otro. La profundidad de las miradas.

20 de mayo de 2014

Cables

Rodeado de cables y aparatos que respiran por él. Así le encontró cuando entró en aquella fría habitación de hospital. Despuntaba el alba y un pequeño y tímido sol parecía tratar de dar luz al ramo que coloreaba el cuarto.
- ¿Cómo te encuentras, amigo? Anoche soñé que despertabas, ¿sabes? que todo volvía a ser como hace una semana. Que íbamos a cenar al mejor restaurante de Barcelona y después a la playa, a sentir la arena y el agua rozar nuestros pies. Joder, tío, tienes que despertarte. Te necesito.
Las lágrimas empezaron a recorrer sus mejillas. Creo que comenzó a darse cuenta de lo efímera que podía llegar a ser la vida. Nunca antes la había valorado. Era un chico alocado. De esos que no entienden de normas ni reglas. No temía a nada. Vivía como quería. Nunca quiso a nadie hasta que lo conoció. Juntos comprendieron que los subterfugios eran menos amargos. Que las cloacas no eran tan malolientes. Que se puede tener todo sin tener nada. Que de un suelo puede hacerse un buen colchón. Que una tabla bien se convierte en una mesa digna de ikea. Que una flor medio marchita también es un jardín. Y ahora él estaba en el hospital. Y se pregunta de qué sirve esa filosofía si ha tirado por la borda su salud entre baños. De qué le vale si no se cuidó. Si no se tuvo en cuenta a él. Si de tanto mirar hacia afuera se olvido de verse. Y llora porque no puede ayudarle. Y siente rabia y una impotencia de esas que no dejan respirar, justo lo que casi no logra hacer su amigo. Y le da pena. Y es que a veces, por más que tengas, no sirve si no te miras a ti mismo.

18 de mayo de 2014

Arriesgar

Una mañana de domingo. Una conversación de esas que hacía tiempo llevabas esperando tener. Un cigarro con un café con leche. Un sol de primavera mezclado con el azúcar que endulza los posos que quedan en el fondo del vaso. La ceniza que va llenando un cenicero que antes estaba limpio. Las palabras que inundan una hoja que antes estaba en blanco. Transformación. El movimiento de la rutina. Nada se pierde del todo. Ni siquiera aquello que creemos que se fue para no volver nunca. Realmente permanece en algún hueco de nuestra historia y puede que algún día, en un momento concreto, regrese y nos haga darnos cuenta de que siempre estuvo ahí para hacer que tomásemos una senda u otra. Es curioso como actuamos a veces. Peculiar resulta observar a un pequeño insecto que vaga de un lado a otro sin rumbo aparente. En busca de sustento, sobreviviendo a nuestras garras. A simple vista son seres diminutos y simplistas, pero lo cierto es que somos tan parecidos a ellos. Vagamos de aquí para allá en busca de una felicidad ficticia que probablemente esté a nuestro lado y nos neguemos a aceptar por inconformistas. Y más tarde nos conformamos, resignados, con lo más cómodo por miedo a una soledad que no es tal, condenados a estar solos en medio de la multitud. Acompañados de alguien que nos abraza sin darnos calor. Encarcelados posiblemente en relaciones que no nos aportan más que una estabilidad insustancial, besos vacíos, sin pasión ni fuerza. Por el hecho de no estar solos nos negamos la posibilidad de ser verdaderamente felices con alguien que nos haga vibrar, que nos permita sonreír y vivir al límite, transgrediendo esas normas que estipularon personas que no se atrevieron a conocerse a sí mismas. Y todo, ¿para qué? Si a fin de cuentas, lo importante no es la meta, sino el trayecto y con quién se realiza el camino. Si hay algo que he aprendido en este tiempo, es que no estoy dispuesta a renunciar a ser feliz. Es que quiero arriesgarme a sentir, a volar, a quitarme esa máscara de carnaval y comprender que el mundo no está hecho para vivir siempre encadenada a una vida que no me llene.

16 de mayo de 2014

Claudia

Claudia repasa en su mente como si de un libro se tratase. Abre y cierra los ojos. Abre y cierra las puertas de la casa. Camina de un lado a otro. Inquietud. Nervios. Limpia el polvo del cuadro. No se trata de uno cualquiera. No. Es el suyo. El primero. El que compró cuando inauguró la casa. Cuando empezó todo. Llegaron a la vez. Él y ella. Y ambos han sido cómplices del frío. De las risas. Del humo. Del ruido. De cuando se quemó la cena que le preparaba a su hermana cuando volvía de Berlín. De cómo el perro ladraba a todos los desconocidos que llegaban. De cuando se secó la orquídea que le regaló su primo Eloy. De cuando pintaron las paredes del salón y él tuvo que trasladarse al cuarto de invitados. De las mudanzas de su madre. De los problemas con la vecina del cuarto derecha. Y ahora tienes que irte. Después de tantos recuerdos compartidos vuelves a refugiarte en una caja de cartón. Ya lo he borrado. Las tazas de café azules que tanto le gustaban ya están envueltas en papel de periódico. Sus vestidos de verano. Los zapatos de tacón alto. Las zapatillas deportivas. Los tejanos. Los abrazos a las tres y media de la tarde. Los besos bajo la lluvia. Las caricias entre la manta del sofá. Los susurros en el oído. Las cartas escritas con tinta negra. Las manos entrelazadas en la última fila del cine. Esas promesas en la arena de la playa que se llevó la marea. Los mensajes a deshora. Hacer colchones de cada pared. El vestirnos y desvestirnos. Fumar y compartir cigarros. Todo. Entre cajas marrones que huelen a húmedo. Ahí quedan resumidos los restos de nuestra vida juntas. Y ahora, ¿qué es lo que quieres que te diga yo? A mí no me quedan más fuerzas. Me da pereza ya, me cansé de pelear. Tú te alejaste y yo me acercaba a ti. Tú solamente pensaste en la incertidumbre. En escuchar de fondo ese pequeño hilo musical que susurra lo mismo de ayer. Lo que probablemente dirá mañana. Ponerle nombre a todo y no encontrarle sentido a nada. Así cada día. Oyes unas risas enlatadas. De esas que siempre te pusieron nerviosa. Las típicas de las series americanas que no hacen gracia. Finges que nada importa. Máscaras. Retratos en blanco y negro de aquellos tiempos. Y ahora, ¿qué quieres ver si no miras? Abre los ojos de una vez. Anda. Camina hacia adelante y observa todo lo que te apetezca. Todo cuanto rodea el mundo que se difumina allá a lo lejos es para ti, es tuyo. Disfrútalo. Vívelo. Aquel cuadro está deseando salir de la caja para ser colgado. Y yo, yo me muero de ganas por volver a volar contigo.

13 de mayo de 2014

Pérdidas

Muchas veces el perder algo que significaba para ti más de lo que siquiera sabías te hace darte cuenta de muchas cosas. Tiene gracia. El ser humano es así de complejo y simple al mismo tiempo. Nos arrebatan algo que es nuestro y entonces su valor se multiplica por mil. Como cuando a un niño le quitas un juguete. No le estaba haciendo caso, pero en el momento en que se lo coges, él lo desea también. Paradójico, ¿verdad? Tal vez deberíamos aprender alguna lección de todo esto. Que las cosas valen siempre, no solamente cuando las pierdes o alguien viene y te las quita. Aunque en mi caso no se trata de mis cosas, más bien se trata de una, porque no era mía, era suya. Era nuestra. Ese pequeño nexo que nos mantenía cósmicamente entrelazados. Por eso siempre estabas ahí, a mi lado. Protegiendo mis pasos. Donde podía casi sentir que me susurrabas que todo iba a salir bien. Donde me aconsejabas y me dabas pistas en tantos proyectos que tengo por hacer en esto de la comunicación. Qué gran medio, ¿verdad, tío? Vaya, siempre tuviste tanto amor por esto que me lo tuviste que transmitir a mi. No podía ser de otra manera. Ahí estabas, cerquita, me abrazaba a mi bolso algunas veces y sentía que eras tú. Y creo que realmente lo eras, porque a veces, sólo a veces, era recíproco el abrazo. No era solo un objeto más que adjuntar en una lista, no. Era el reflejo de tu mirada. Era el objetivo a través del que inmortalizabas cada detalle de tu ciudad, de las estaciones de trenes que tanto te apasionaba retratar. Las vías, ese lugar al que voy a guarecerme cuando necesito pensar, ¿verdad, tío? Qué grandes cosas pudiste enseñarme, y qué poco tiempo tuvimos para aprender juntos de todo esto. ¿Sabes? Me encantaría compartir contigo todo esto. Contarte que soy feliz, que estoy trabajando en lo que, desde pequeña, me decías que era lo más bonito que podía pasarte. ¿Sabes? Yo también escribo, como tú, sólo que tú no tuviste tiempo, porque un azote veloz te arrebató de nuestro lado sin tenernos en cuenta. Pero yo sí lo tengo, y pienso aprovecharlo, tío. Y cumpliré mi sueño, y el tuyo. El nuestro. Porque no he perdido, porque he ganado, te he ganado. Y llevo tu corazón conmigo, tío. Lo llevo aquí, en mi corazón. Ahí no me lo quitan.

9 de mayo de 2014

Ellos

Una fotografía desenfocada. En la imagen puede apreciarse una luz de un naranja intenso. Tan intenso que te atraviesa las pupilas. Podría ser una llama encendida que no terminó de situarse en el centro del cuadro. El fondo es negro y el contraste hace que resalte todavía más el color. La persona que retrató este momento parece querer gritar demasiadas veces. Ese tipo de gritos que no se escuchan a menudo. Los que nadie quiere oír. Tal vez por eso decidió inmortalizarlo de esa forma. En ocasiones el mundo no está suficientemente preparado para la gente como ellos. Que piensan distinto. Que viven a su manera y establecen sus propias normas. Por eso les tildan de locos. Los catalogan y los estereotipan. Marginándolos y rechazándolos como si de mala hierba se tratase. Pero la realidad es que no los comprenden. Porque nunca se han esforzado en escuchar lo que quieren decir. Jamás se han sentado un minuto a su lado ni les han mirado a los ojos. Simplemente esquivan su presencia y le regalan su desprecio. Evitan mezclarse con ellos. Y ellos solamente son gentes triviales. Que se han construido a sí mismas. Luchadores sin descanso en batallas interminables. Que de un trozo de papel hacen marionetas con las que juegan sus hijos. Que regalan sonrisas a los niños y siempre tienen una moneda para el músico del metro. Que abrazan con contacto, sin miedo, y transmiten una energía que llena de vitalidad, aunque estén resentidos de cabalgar sin rumbo. Que caminan mirando al suelo para no perder sus pasos. Que no dejan de forjar pensamientos minuto a minuto. Que callan demasiado y escuchan siempre a todo aquel que lo necesite. Que siempre preguntan cómo te va aunque nadie les pregunte a ellos. Que son amables y educados aunque solo reciban hostilidad. Que se atreven a vivir en un mundo corriente cuando han nacido para ser algo completamente diferente. Tratados como locos, cuando son genios. Ellos son la maravilla que mantiene los planetas en órbita, las estrellas separadas. Ellos son los que logran que llamemos arte al arte y filosofía a la filosofía. Ellos son los que hacen que la tierra siga girando alrededor del sol.

7 de mayo de 2014

Vidas

Gota a gota. Un lienzo trazado muy delicadamente. Con un pincel muy fino. Con una línea transversal. Colores cálidos. De esos que te incitan a seguir observando una y otra vez esa preciosa obra. Mirar cada parte y analizarla. Deslizar tus dedos para sentir el suave tacto de la pintura fresca. A lo lejos un difuminado mar plasmado en gamas azules y blancas. Si entrecierras los ojos casi puedes percibir el aroma de las salinas, el rugir de las olas contra las rocas, el canto de las caracolas que susurran amables sus sueños a los pescadores. En la cabaña de madera duerme entre cañas secas el gato del guardés. Sediento y cabizbajo. Lamiéndose de cuando en cuando las afiladas uñas que más tarde se limará en la puerta que da a la cocina. No responde a ningún nombre, ni a los silbidos que el guardés recita cada rato. Él solo aguarda silencioso entre esas cuatro paredes, jugando con las cortinas del salón. Guareciéndose entre las telas de araña del sótano destartalado. Desperezándose en la alfombra frente al televisor quemado y resentido. Arañando los cojines de un sofá inquebrantable. Envejeciendo lentamente tras las pelusas que nacen bajo la cama. Muriendo minuto a minuto al lado de un bebedero con sabor a metal oxidado. Entre sus calles corretea sin preámbulos. Parece no temerle a nada. Ni a los coches, ni al fuerte frío que acecha cada esquina. Ni siquiera al policía tan serio que de vez en cuando se deja caer por aquí. Hace mucho que el miedo dejó de dormir a su lado. Casi el mismo tiempo que cuando lo perdió todo. Menos la sonrisa. Un día me contó que en el momento que lo mirase y no estuviese sonriendo, entonces algo iba realmente mal, mientras tanto no debía preocuparme. Parecía increíble que fuese feliz con tan poco. Una manta, ropas viejas y un colgante antiguo. Era indomable. Un nómada de la vida. Un rehén del viento. Una noche me senté con él en la plaza. Quería escuchar su historia. Se enamoró de Ángela, su vecina. Aunque nunca le quiso a él. Le escribió tantas cartas como pudo, pero no bastó. Le dedicaba las canciones que a ella más le gustaban y jamás las escuchaba. Hasta que un día Ángela se fue, y él decidió irse también. Cuando ella volvió él ya no estaba. Y era ella la que añoraba las cartas y las canciones, pero entonces era demasiado tarde. Se había marchado, y él si que no volvería. Recuerdo que lloré escuchando su historia, y recuerdo también que en aquel instante, su sonrisa se esfumó… Y que justo enfrente de la plaza la luna se bañaba entre el mar y la cabaña del guardés. Y un gato taciturno y nostálgico se sentó a mi lado y al suyo y se acurrucó entre sus zapatos. Y su sonrisa brotó como lo hacen las rosas en la primavera. Y el gato maulló mientras lamía los dedos que acariciaban su cabeza y despeinaban su pelaje. Y ninguno de los dos volvió a sentirse solo.

6 de mayo de 2014

Cuando éramos más jóvenes

Cuando éramos más jóvenes solíamos deshojar todas las flores que veíamos para pedir deseos que nunca se terminaban de cumplir. Era bello pasear por las arboledas pisando las baldosas dos a dos, siempre siguiendo un trazo recto, jugando a no perder la cuenta. Poníamos nombre a las piñas secas y las pintábamos de colores, decorando después nuestro cuarto con recuerdos. Cuando éramos más jóvenes solíamos andar a tientas, sin pausa y sin prisa. Apenas mirábamos el reloj. Olía siempre a pan recién tostado y la tos del abuelo resonaba por el salón. La radio amenizaba nuestras tardes. Cuando éramos más jóvenes solíamos bañarnos a la luz de la luna, sin pudores, dejando que su reflejo nos hiciese compañía. Acampábamos bajo el tendedero para ver las estrellas e inventar constelaciones. Dibujábamos en las tejas nuestros tesoros y nuestros anhelos. Lo de pensar se lo dejábamos al resto. Se nos daba mejor sentir la brisa en nuestra tez mojada por el sudor y el agua helada del pozo. Cuando éramos más jóvenes solíamos abrazarnos con más ternura que ahora, supongo que nos juzgábamos menos, entonces no había tantas diferencias, lo mío era suyo y lo suyo era nuestro, la cancha de tenis era también una pista para montar en bicicleta y el campo de fútbol. ¿Qué importaba? Ahí lo importante era imaginar, el mundo era nuestro, una hoja de parra podía ser lo que nosotras quisiéramos, tenía el valor que le diésemos. Y una raqueta podía ser una guitarra. Y una piedra un cuarzo. Y un plástico una capa capaz de hacernos inmortales. Atreverse a imaginarlo era la clave para hacer el sueño real. Podíamos construir un hogar bajo unas telas y dos ladrillos del cuatro. El perro aún corría y trataba de cazar el papel de periódico que se volaba por la brisa del atardecer, ahora ya está demasiado cansado. Como lo está el cuadro del niño al que siempre le cae la misma lágrima. Como lo está la vieja cómoda que ya no aguarda que te desvistas cada noche. Como lo está tu mecedora que dejó de cobijar tu descanso. Como lo está la cafetera que esperaba siempre que llegasen las tres. Como lo están las llaves que siguen colgadas detrás de la chimenea. Como lo está la lumbre que se convirtió en cenizas. Como lo está la primavera que sigue inquieta deseando dar paso al verano.

4 de mayo de 2014

A veces...

A veces pasa. Despertar y mirar a tu lado y entender todo lo que nunca comprendiste. Acariciarla y saber que no te importaría estar así todas las mañanas. Besarla y que todas las piezas de tu puzzle de pronto encajen. Qué mágico, verdad? Que una persona consiga sin mover un dedo agitar todos tus sentidos. Poner del revés todo tu mundo y derribar ese muro de contención que siempre tuviste en ese corazón tan podrido. Te envuelves entre sus brazos y sientes sus latidos. Y ahí pierdes la noción del tiempo. Y el ruido no se escucha. Solamente el bombeo de su corazón en tu oído. Y te adormeces y es su imagen la que aparece en tus sueños. Y abres de nuevo los ojos y está ahí, a tu lado. Ella. Y ya no encuentras razones por las que no quedarte ahí, hoy, mañana y siempre. Porque cuando duerme junto a ti, tú descansas con sus recuerdos. Y resulta tan bello su despertar sonriente y perezoso. Sus suspiros cuando la besas de improviso. El simple hecho de que el mundo nos descubra abrazadas.

2 de mayo de 2014

Una historia de tantas

Dejó de batir sus alas. Por un instante quiso volver a ser todo aquello que una tarde relató en voz alta mientras ponía forma a las nubes acompañado de un pequeño y radiante sol. Le echaba de menos aunque me lo negase todos los días. Realmente quería recuperar aquellos momentos en que compartimos esa infancia que no pudimos disfrutar. Volver a ser niños tardíos. Le gustaba coleccionar piedras. Y en realidad nunca supo muy bien el por qué. Pero siempre creyó que detrás de cada piedra había una historia fascinante. Y le apasionaba imaginar, fantasear con la idea de lo que podía haber ocurrido con cada una de ellas. Tenía cientos guardadas en una caja de cartón coloreada. La escondía bajo su cama. Como si de un gran tesoro se tratase. Para Sam lo era. Recuerdo que una vez encontramos una, bastante pequeña, en el parque de detrás de mi casa. Era de un azul tan intenso como el de sus ojos. La recogió con suma delicadeza y la limpió con agua cristalina. Entonces su mente inició un viaje y yo lo recorrí junto a él. Me encantaba escucharle. Era un chico diferente. Nunca le gustó que le definiese así, pero lo era. Porque el resto de chicos jugaban al fútbol mientras él se quedaba tumbado observando las nubes conmigo. Porque él leía libros interminables para aprender más. Porque escuchaba música con los ojos cerrados. Porque escribía poemas en diagonal, nunca en línea recta. Y cuando se marchó dejó un hueco en el parque. Y varias nubes se fueron para no regresar. Y el silencio inundó el aula de música. Y el profesor de filosofía derramó una lágrima sin querer. Y yo, casi sin darme cuenta, imité cada uno de sus gestos para no olvidarle nunca.

1 de mayo de 2014

Una estrella llamada...

La conozco bastante poco, la verdad. Solamente he escuchado hablar de ella por boca de personas que sí la tratan diariamente. Y por el brillo de su mirada en las fotografías. Por esa sonrisa que inunda el cuarto aún estando totalmente a oscuras. Por la fluidez de sus movimientos. Por la perfección de cada paso. Por esa armonía entre sus brazos y sus piernas. Por la admiración en las palabras de su familia cuando hablan de ella. Por la inocencia que trasmite. Por la sencillez que muestra pese a la enorme dificultad que tiene la realización de cada ejercicio. Por el arte hecho niña. Porque me invade una satisfacción tremenda al escucharla reír cuando ejecuta algo realmente complejo con tanta facilidad. A veces el destino, ese que hay personas que dicen que existe, otras comentan que no, que es sólo una falacia para que durmamos mejor por las noches, pone en nuestro camino oportunidades de darnos cuenta a través de gente de lo verdaderamente valioso de la vida. Y es que no siempre nos enseñan los colegios, los libros o los profesores. A veces una pequeña caída, una fotografía, una carta de alguien que nos quiere con todo su ser o una canción puesta en el momento oportuno puede darnos una lección mucho más sabia que tres carreras universitarias. Ese es el caso que me ha pasado a mi con ella. Porque sin apenas saber cómo piensa o cómo vive, ya me ha dado varios consejos. Qué extraño, ¿verdad?. Pero no lo es tanto, Elsa es una niña de doce años que tiene un don. Sí. Un don para la gimnasia. Y ella lo sabe. Pero continúa siendo esa pequeña que sueña con tener sueños. Y aunque a veces sea duro jamás deja de sonreír. Si falla vuelve a levantarse. Es un verdadero ejemplo de superación. De constancia. De lucha. Suspira de vez en cuando. Y cuando se ríe el mundo entero ríe con ella. Porque contagia. Porque cuando la miras comprendes que ese tipo de personas son las que hacen que la vida valga la pena. Porque cuando pones ganas, cuando pones el corazón en lo que haces, es cuando el resto se da cuenta de que las estrellas no están solamente en el cielo. Y aunque posiblemente nunca llegues a leer esto, me apetecía decirte que te admiro. Que me quedo con la boca abierta observando cómo realizas cada movimiento con tanta sutileza sin perder la concentración. Cómo en un cuerpo tan pequeño puede caber tanta sabiduría y tanto amor. Y me siento orgullosa de haber conocido a una estrella llamada Elsa.