4 de abril de 2014
Difusión de palabras
Resulta extraño a veces hablar de la lucha interna. De esa constante batalla en que nuestra razón insiste en gritarnos al oído cosas ininteligibles y nuestro corazón, en silencio, palpita y bombea mientras todo parece girar en un caos en perfecta sintonía. Y es que cuando estás en una oscuridad iluminada por los rayos del sol que se adivinan entre lo gris de la neblina, esa que queda después de las tormentas más largas, la realidad se difumina. Como se difuminan los muebles cuando las lágrimas no terminan de salir del todo pero se asoman a los ojos. Como se difuminan las palabras escritas en hojas humedecidas. Como se difumina el rímel después de una noche larga e intensa. Como se difumina el dibujo de un corazón en el vaho del espejo del baño. Como se difuminan las fotografías que salen desenfocadas. Como tu reflejo cuando te marchas corriendo tras el último tren. Como esa gota de lluvia que cae deprisa entre tantas otras. Como la pequeña hiedra que crece distraida entre el resto de plantas en el jardín trasero del patio. Como el diente de león que soplamos aquella primavera en que todo se vestía aún de colores. Como se difumina el humo del cigarro que va fumando despacio el viejo cenicero que compramos en Londres. Los pensamientos se pierden entre los entresijos de la memoria. Se van almacenando en los cajones llenos de recuerdos. Son como esas cajas de zapatos que siempre coleccionábamos de niñas. Que guardábamos como tesoros debajo de la cama. En las que encerrábamos nuestros deseos más ocultos. En ellas habitaban subterfugios inescrutables. Aventuras ya vividas. Quizás algún que otro beso bajo las estrellas en la terraza de la casa de campo. ¿Te acuerdas? Qué poderosa puede ser a veces la memoria, ¿verdad? Que conserva en lo profundo retazos de amistades que nunca lo fueron en su definición, pero que siempre perdurarán ahí, en ese archivador de trazos dibujados con lapiceros Alpino, en aquellas carreras por las calles de un viejo pueblecito entre montañas, donde ser amigos no era más que un juego de azar. Una escondida del resto de la tropa. Esa inocencia arrebatada a golpe de palabras que ni siquiera entendíamos. Aunque lo bueno de las palabras no escritas, es que se difuminan.
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