10 de abril de 2014
Al caer la noche
Cuando cae la noche solemos dejar fluir nuestra mente entre los recuerdos. Resulta divertido observar como se forja una historia paralela de todo lo acontecido a lo largo de un día, un minuto, un breve instante, una simple caricia. El apagar la luz, entornar la puerta y sentir como el silencio se apodera del cuarto. Apreciar por fin esa tranquilidad que te transporta a tu tibio rincón, donde apaciblemente puedes por fin rememorar cada detalle.
Es ahí cuando me veo dibujando constelaciones en tu espalda. Dibujando ese mundo que no duele. Dibujando con mis dedos garabatos propios de niños que juegan a perderse entre sus propios inventos. Pequeñas tretas que se me ocurre hacer de cuando en cuando. Deslizo mis manos por cada resquicio. Mis ojos se clavan en ti y no dejo de pensar en que podría acostumbrarme a esto. Mis huellas en tus lunares. Y es que a veces nos resulta complicado darnos cuenta de que no todo debe ser como el mundo quiere que sea. Seguir la norma, cumplir todas las reglas. ¿Quién dicta lo que está bien y lo que está mal? Yo solo estoy hablando de sentir, no de etiquetar, no de tratar de encasillar en una definición qué es lo que quiera que sea que comparto. Sólo sé que cuando te miro mis ojos brillan. Que se me escapa una sonrisa cuando escucho tu nombre. Que mi vida me gusta por primera vez. Que la alegría forma parte de cada minuto. Que la primavera ha venido para quedarse. Y que no me importa lo más mínimo lo que piense el mundo.
Porque al caer la noche, al cerrar suavemente las ventanas y taparme con la manta, eres tú la persona que espero para que me resguarde del frío. Y a veces, sólo a veces, no es necesario que tenga un nombre, o tal vez sí, tal vez se llame amor.
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