30 de abril de 2014

Retales inconexos

Correr. Parar de repente. Algo te frena. No sabes muy bien el qué, pero tu cuerpo se detiene en seco. Nada frente a ti. Inhalas ese humo denso. Lo saboreas. Eliges un café de máquina y bebes sorbo a sorbo. El calor recorre tu cuerpo. El frío roza tus mejillas. Contraste. Sentada al sol. Los rayos traspasan tus pupilas. Un viento leve hace que un escalofrío recorra tu cuerpo. Aturde tus sentidos. Tu mente se distrae con el vuelo divertido de un gorrión. Aves de paso. Rebuscas entre tus cosas y encuentras partículas de recuerdos. Miles de pedazos de momentos ya vividos. Retazos de antes. Sabores ya lejanos. Ruidos de otros tiempos. Rugidos intermitentes turban tu paz interior. Tú que te encontrabas en tu letargo, observando una nada absurda. La tela de sus ropas se confunde con la luz difusa del tibio sol de mediodía. Ese frío sol que nos visita en los días de invierno. Viste alegre para entretenernos y despistar nuestra atención. Mientras otros miran su exterior yo me quedo quieta observando su interior a través de su mirada. Está triste. Tanto como yo. A mí no puede engañarme. Nos conocemos demasiado. Advierte mis ojos en los suyos. Reencuentro. La calidez de sus manos despierta mi cuerpo dormido. Todavía me hace temblar. Hablamos durante unas horas de su vida y de la mía. Hacía demasiado tiempo que no éramos nosotras. Supongo que el bagaje recorrido nos ha enseñado muchas cosas. Crecimiento personal. Enseñanzas varias. Compartir tiempo con un amigo es de ese tipo de cosas que te llenan. No sé el resto de gente, pero a mí me provoca una sensación tan placentera, tan grata. Es sentirme verdaderamente comprendida, escuchada, acompañada. Disfrutar del silencio, de un café bien caliente, de una conversación entre risas, de un cigarro, de una canción, de un baile, de la vida. Un amigo es todo lo que se puede desear para sentirte verdaderamente completo.

27 de abril de 2014

Regresará a casa

Esa complejidad que supone analizarse desde fuera. Darse cuenta como, con la perspectiva del tiempo sigues siendo exactamente la misma persona que antes. Con ciertos matices, pero en esencia idéntica a lo que fuiste. Rebuscando entre mis cosas he encontrado una foto de hace algunos años. Una niña risueña. Con el pelo castaño claro y la mirada más alegre que ahora. Creo que aún no comprendía nada de lo que sería su vida más adelante. Supongo que, por aquel entonces, aquella pequeña Verónica tenía algunos sueños en su mente. Alguna que otra travesura que llevar a cabo a corto plazo. Miles de calles por corretear. Suficientes pesetas para las chuches. Lágrimas contadas y pensamientos que, meses más tarde, se agolparían y la harían sumergirse en la pesadilla que vive. Tiene gracia, esa inocencia de antaño se convirtió en la obsesión por desordenar sus libros y escritos. Por esconderse en su cuarto a llorar en lugar de jugar con las muñecas. Por dejar la cancha huérfana para ocupar un baño. Por cambiar las chuches por ayunos. Por renunciar a la música, a la calle, al bullicio. Verónica cambió el arco iris por una gama de grises. Los vestidos por la ropa ancha. La compañía por la soledad. Y todavía se pregunta qué queda de esa pequeña risueña de la fotografía. Si tal vez un día pueda volver atrás. Si tal vez algún día pueda regresar, desandar el camino y sentarse en ese monumento a la vendimia, sonriente y vivaz, sin el miedo que ahora la inunda. Volverás a casa, pequeña.

25 de abril de 2014

Eres terrenal

Café con leche y algo de nicotina. Periódicos de ayer. Un ordenador abierto con un folio a medio escribir. Suspiros. Frunce el ceño desde su mesa. Entre sus dedos mece un corto cigarro que se va muriendo lentamente. Observa el movimiento de las nubes. Realmente lo mira todo. Es testigo mudo de lo que acontece a su alrededor. Un niño que patina contra el viento. Una mujer que cojea de la pierna derecha. Un hombre que discute por teléfono. Guarda en su retina cada uno de los acontecimientos que la rodean. Los archiva y los plasma. Mientras tanto yo te pienso. Inicio una curiosa conversación interior contigo. De esas que no se dicen con palabras, ese juego de miradas que sólo comprendemos nosotras. Cuando rozamos nuestras manos y las entrelazamos. Cuando reímos por todo. Cuando el tiempo no pesa aunque pase. Cuando somos una en dos. Cuando todo es ese ahora que nos une y nos llena. Pienso en ti y tu dulce calidez. En cómo late tu corazón. En los susurros que lanzo al aire de vez en mes pidiendo que seas feliz. En el momento justo en el que tu nombre apareció en mi vida. En ese escalofrío que provocaste en mi cuerpo un fin de semana cuando apretaba el frío y aún no salía de cuatro paredes. En mi negativa y la verdadera naturaleza del todo que ahora es. En cómo demostrar que no imagino ya un día sin noticias tuyas. En esa química que me produce verte sonreír. Pienso en ti y en que me gustas porque eres terrenal. Porque todo nació sin querer. Porque el azar a veces es sabio. Porque eres ese motivo que me impulsa a querer conseguirlo. Porque eres ese espejo en el que no me importa mirarme. Porque eres la persona con la que todo es más sencillo. Tan pronto como las estrellas de la noche iluminan esta ciudad, mi mirada se inunda con tu recuerdo. Pienso en ti y no puedo evitar eso de saber que, salga o no bien, esto ha sido lo más importante y lo más bonito que me ha pasado.

23 de abril de 2014

Cova

Cova dormía hasta las doce y leía cuentos para niños hasta las cinco de la madrugada. Le gustaba fumar en el tragaluz de la ventana del salón. Cova miraba la luna y hablaba con ella cada noche. Solía contarle los cuentos infantiles que memorizaba siempre. Cova odiaba las tormentas y el café muy dulce. Vestía siempre de oscuro y con la ropa muy ancha. Cova tapaba su cuello por miedo a resfriarse. Vivía en un séptimo sin ascensor y el número cuatro le producía tristeza. Cova no quería hablar con la gente. Le gustaba estar sola y acomodada en su rutina de siempre. Cova viajaba de vez en cuando a un pueblo cercano. Paseaba por el campo a su perro Tango. Era su mejor compañía. Cova perdió a sus padres una primavera. Se esfumaron como las aves migratorias en épocas de frío. Tenía en sus ojos la tristeza de toda una vida. Escuchaba música a medio volumen y se cepillaba el pelo mientras tanto. Amaba a alguien que nunca la quiso. O eso creía la dulce y solitaria Cova. Jamás le preguntó lo que sentía. Escribía mensajes en los muros de la ciudad y firmaba como Tango. Aprendió a bailar vals a los quince, pisándole los pies a una joven de cabellos claros y ojos marrones. Cova no bebía sin antes pintarse los labios. Le encantaba marcar los vasos con la huella de carmín rojo. Le ayudaba a no sentirse sola. Sentada en su sillón verde pistacho mira la televisión sin verla. Cova paseaba a Tango con una correa plateada. Siempre por el lado derecho de las aceras y por el parque central. No le gustaba cambiar su rumbo. Sólo se perdía si sabía que iba a encontrarse con ella. Tocaba la guitarra con la mano izquierda. Acariciaba sus cuerdas con tanta delicadeza que parecía estar rozando un cuerpo. Cova sentía la música y cerraba los ojos mientras cantaba “No puedo enamorarme de ti”. Las letras se le clavaban como dagas en el alma. Pensó que sus brazos eran como el papel y un día decidió cortarlos. Cova saboreó su color favorito recorriendo despacio la yema de sus dedos. El rojo de su sangre escribió el final de su historia. Tango se sentó a esperar caricias que no llegaban. Lamió las heridas de Cova, pero ella no se inmutó. Y sus ladridos no volvieron a escucharse. Y la música dejó de sonar. Y el calendario marcaba un cuatro de Abril de 2004.

20 de abril de 2014

Así

Correr. Música a todo volumen para no escuchar los ruidos de fondo de la multitud que camina a tu alrededor. Cruzar con el semáforo parpadeante en verde. Rojo. Sentir esa adrenalina. Ese nudo en la garganta que entrecorta tu respiración. Tragar saliva. Un segundo y podría haberse esfumado todo. Un coche acelera a un milímetro de ti. El conductor grita enfadado. Sus ojos se clavan en tus pupilas. La culpa no es tuya. Él arrancó antes de que su semáforo se pusiera en verde. Tú cruzaste antes de que el tuyo se pusiera en rojo. El corazón palpita rápido. Muy rápido. Segregas tantas endorfinas que sientes deseos de no dejar de correr en toda la tarde. De pronto te detienes ante un cruce de calles. No sabes muy bien qué ruta debes elegir. La música ha dejado de sonar y el ruido te aturde. Te sientas en la acera. Enciendes uno de esos cigarros que consiguen hacerte evadirte del mundo. Te adentras en su humo y te pierdes entre las hojas de los árboles. Cuentas las baldosas que hay en el suelo. Buscas formas ocultas, enlazas unas líneas con otras hasta conseguir encajar las piezas a ese puzzle que es tu mente. Vives en una encrucijada constante y no tienes idea de cómo salir del laberinto en que te encuentras. Sabes que no saldrá bien y ahí sigues. Sentada viendo cómo el reloj avanza. Convertida en la Penélope que quedó detenida anhelando hallar a su amante en la estación. Pobre infeliz, ¿verdad? Mientras sueñas con dejar tus huellas dactilares en cada uno de sus huecos. Mientras cada rato escribes melodías que llevan su nombre. Mientras fantaseas con casas amuebladas y paseos por el parque. Mientras piensas en las películas que quieres ver en su compañía. Mientras besas cada imagen de tu mente. Es solo la almohada quién te acompaña. Entonces abres los ojos y el semáforo sigue en rojo, y tu móvil suena y es ella, y tu sonrisa se ilumina. Y descubres que la ruta no hay que escogerla, que ya estás en ella, que es la correcta. Porque a veces no es cuestión de tomar una u otra, a veces el corazón nos marca, nosotros simplemente nos dejamos llevar, y sentimos. Y yo no te elegí, yo te sentí, y te siento cada día. Y me encanta así. Y me gusta así. Me gustas así. Te quiero así.

15 de abril de 2014

Complejidad

A menudo reflexionamos sobre nuestra vida. Sobre quiénes somos en realidad y si hemos tomado el camino que esperábamos. Si nuestras decisiones han sido o no las acertadas. Si el porvenir nos concederá la oportunidad de dar lo mejor de nosotros. Si nos equivocamos al no escoger aquella senda que una vez dejamos atrás. Todo. Y lo mejor es que lo hacemos la mayor parte del tiempo. Y nunca pensamos lo mismo que la última vez que observamos nuestro día a día. Es como cuando vemos una película por segunda o tercera vez y siempre encontramos un detalle distinto a la vez anterior en que la vimos. Como si se tratase de una película diferente. Pero no lo es. Nos sentamos frente al televisor ante exactamente la misma trama. Mismos personajes. Misma duración. Lo único que ha cambiado ha sido tu manera de disfrutar de ella. Así funciona todo. Supongo que es lo mágico de este mundo. Ese constante torbellino de ideas que nos fluctuan entre sí y nos hacen virar de mil formas hasta trazar el trayecto correcto. La complejidad del ser humano. La complejidad de la marea que siempre va y viene. Llevando consigo miles de restos cotidianos. Miles de subhistorias que se entrelazan. Miles de leyendas sobre navíos que se perdieron entre sus aguas. Que tal vez naufragaron un atardecer grisáceo donde el cielo amenazaba tormenta. Donde los pescadores madrugan y lanzan sus redes en busca de sustento. Donde las sirenas cantan a Ulises para que regrese. Donde los niños juegan a encontrar tesoros de arena y sal. Donde se maquilla la luna las noches de fiesta. Donde el sol se refleja cuando el verano se acerca. Y así, mirando al mar, aquel anciano solloza recordando su niñez. Cuando corría por la orilla y paseaba a su pequeño caballo de cartón. Cuando lanzaba botellas con mensajes a ningún receptor. Cuando aquella mujer que un día le amó pereció entre sus aguas convertida en ceniza. Cuando derramó una lágrima que se fundió entre las olas. Cuando escribía poemas en la arena y el mar se los robaba. Cuando sus fracasos pesaban menos que sus victorias. Cuando sus errores olían a tabaco de liar. Cuando las cartas aún estaban sobre la mesa. Cuando la eternidad no era tan efímera. Cuando aún había tiempo.

10 de abril de 2014

Al caer la noche

Cuando cae la noche solemos dejar fluir nuestra mente entre los recuerdos. Resulta divertido observar como se forja una historia paralela de todo lo acontecido a lo largo de un día, un minuto, un breve instante, una simple caricia. El apagar la luz, entornar la puerta y sentir como el silencio se apodera del cuarto. Apreciar por fin esa tranquilidad que te transporta a tu tibio rincón, donde apaciblemente puedes por fin rememorar cada detalle. Es ahí cuando me veo dibujando constelaciones en tu espalda. Dibujando ese mundo que no duele. Dibujando con mis dedos garabatos propios de niños que juegan a perderse entre sus propios inventos. Pequeñas tretas que se me ocurre hacer de cuando en cuando. Deslizo mis manos por cada resquicio. Mis ojos se clavan en ti y no dejo de pensar en que podría acostumbrarme a esto. Mis huellas en tus lunares. Y es que a veces nos resulta complicado darnos cuenta de que no todo debe ser como el mundo quiere que sea. Seguir la norma, cumplir todas las reglas. ¿Quién dicta lo que está bien y lo que está mal? Yo solo estoy hablando de sentir, no de etiquetar, no de tratar de encasillar en una definición qué es lo que quiera que sea que comparto. Sólo sé que cuando te miro mis ojos brillan. Que se me escapa una sonrisa cuando escucho tu nombre. Que mi vida me gusta por primera vez. Que la alegría forma parte de cada minuto. Que la primavera ha venido para quedarse. Y que no me importa lo más mínimo lo que piense el mundo. Porque al caer la noche, al cerrar suavemente las ventanas y taparme con la manta, eres tú la persona que espero para que me resguarde del frío. Y a veces, sólo a veces, no es necesario que tenga un nombre, o tal vez sí, tal vez se llame amor.

4 de abril de 2014

Difusión de palabras

Resulta extraño a veces hablar de la lucha interna. De esa constante batalla en que nuestra razón insiste en gritarnos al oído cosas ininteligibles y nuestro corazón, en silencio, palpita y bombea mientras todo parece girar en un caos en perfecta sintonía. Y es que cuando estás en una oscuridad iluminada por los rayos del sol que se adivinan entre lo gris de la neblina, esa que queda después de las tormentas más largas, la realidad se difumina. Como se difuminan los muebles cuando las lágrimas no terminan de salir del todo pero se asoman a los ojos. Como se difuminan las palabras escritas en hojas humedecidas. Como se difumina el rímel después de una noche larga e intensa. Como se difumina el dibujo de un corazón en el vaho del espejo del baño. Como se difuminan las fotografías que salen desenfocadas. Como tu reflejo cuando te marchas corriendo tras el último tren. Como esa gota de lluvia que cae deprisa entre tantas otras. Como la pequeña hiedra que crece distraida entre el resto de plantas en el jardín trasero del patio. Como el diente de león que soplamos aquella primavera en que todo se vestía aún de colores. Como se difumina el humo del cigarro que va fumando despacio el viejo cenicero que compramos en Londres. Los pensamientos se pierden entre los entresijos de la memoria. Se van almacenando en los cajones llenos de recuerdos. Son como esas cajas de zapatos que siempre coleccionábamos de niñas. Que guardábamos como tesoros debajo de la cama. En las que encerrábamos nuestros deseos más ocultos. En ellas habitaban subterfugios inescrutables. Aventuras ya vividas. Quizás algún que otro beso bajo las estrellas en la terraza de la casa de campo. ¿Te acuerdas? Qué poderosa puede ser a veces la memoria, ¿verdad? Que conserva en lo profundo retazos de amistades que nunca lo fueron en su definición, pero que siempre perdurarán ahí, en ese archivador de trazos dibujados con lapiceros Alpino, en aquellas carreras por las calles de un viejo pueblecito entre montañas, donde ser amigos no era más que un juego de azar. Una escondida del resto de la tropa. Esa inocencia arrebatada a golpe de palabras que ni siquiera entendíamos. Aunque lo bueno de las palabras no escritas, es que se difuminan.

1 de abril de 2014

Divagar

Frente a una habitación vacía de personas aguarda a alguien que no llega. Se enfunda en su pijama azul y blanco de rayas. Tumbada mirando al techo. Piensa en su tez bronceada. Debe ser el calor. Se siente algo cansada. A lo lejos escucha las voces del resto de la gente que convive con ella. Sus charlas sobre lo que hicieron hoy. Sobre lo que harán mañana. En su mente solo caben los restos de lo que fue. Ese naufragado recuerdo de un ayer que le pesa demasiado. Seres diminutos vagan por un lugar indeterminado. Lo pueblan. Establecen una sociedad dispar. Crean un mundo diferente a este en que vivimos. Habitan y entablan relaciones inconexas. Indescriptibles. Nómadas sin dueño, sin destino. Corren de un territorio a otro cualquiera. Descubriendo paisajes nuevos. Empapándose de todo lo que ven. De algún modo manipulan a su antojo la información que reciben del nuevo medio en que se encuentran. Lo perciben a su manera. Captan y sienten con una particular forma. Posiblemente así funcione la mente. Pequeños mini individuos se dedican a maquinar una serie de actuaciones que realizamos diariamente. Que mecanizamos sin darnos cuenta. Lo complejo del pensamiento es que no siempre conseguimos dominarlo. Despertar sudando por una pesadilla viene siendo algo tan habitual que le asusta. Será efecto de las pastillas. Esas cápsulas que en teoria deberían aliviar y no crear fantasmas mayores.