14 de febrero de 2014

A ti

Me envía un mensaje cada mañana. Ni un reproche, ni un ápice de mal humor. Pese a cada palabra mía cargada de rabia, ella me cubre de besos, de cariño. Me calma y me dice que todo saldrá bien, que lo conseguiré y que siempre permanecerá a mi lado. La imagino en la cocina. Preparando café cortado con muy poca leche. Sentada en esa silla tan incómoda, releyendo sus apuntes con calma, pegada al teléfono por si se me ocurre volver a dar noticias, aunque sea otra de mis pataletas. Recuerdo su sonrisa. Es tan guapa. Tan tierna. Tiene en la mirada el cansancio de todos los disgustos que le he dado a lo largo de los años. El cuerpo marcado por las cicatrices de la vida. Las manos desgastadas de trabajar, de limpiar, de escribir cartas y enviarlas a un hospital donde perdí el tiempo, el mío y el suyo. En mi olfato persiste su aroma, huele a aire fresco, a pureza, a amor. Huele a valentía y a serenidad. Huele a lágrimas no derramadas. Huele a impotencia. Huele a espliego y a tomillo. Huele a campo y a cloro barato. Huele a tierra recién labrada. Huele a viña y a olivo. Huele a paz. Huele a madre. Me vienen a la mente todos los besos que le he negado a fuerza de enfados por mis propios errores. Besos que ahora tanto añoro. Abrazos sordos de esos que te resguardan del frío. De esos que curan cualquier mal, por muy grande que sea. Sus palabras, siempre sabias y reconfortantes, nunca atendidas por mis oídos taponados de rencores absurdos, resultan ahora un bálsamo para mis heridas, y me hacen tanta falta que mis lágrimas se apresuran a recordarme lo estúpida que resulto. Desde que era una niña ella veló mis noches. Se recostaba a los pies de mi cama y me acariciaba la frente cuando me dolía el oído. Yo me acurrucaba junto a ella en el sofá. Y le hacía cosquillas en las piernas mientras veíamos la televisión. Paseábamos juntas por la alameda hablando del futuro, del pasado, de los veranos al sol. Siempre dibujaba sonrisas en su rostro para mostrar un mundo más cercano al final de cada día. Ahora pienso en mi madre y en lo injusta que soy. En que todo lo que tengo, cada resquicio de mí es suyo. Mis lunares, La forma arqueada de mis dedos, la boca pequeñita, los ojos marrones, todo. Los valores que me han mantenido a flote me los enseñó ella. Incluso a decir te quiero. Y se lo negué tantas veces... Pero la quiero tanto, tanto, tanto... Con obsesión, sí, mamá. Te quiero con obsesión. Y lamento cada lágrima que derramas en silencio por mí. Ojalá algún día consiga compensar todo el amor desinteresado que me das cada día.

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